Unos
cuantos árboles centenarios, un par de vetustos bancos y una fuente
de piedra conformaban el minúsculo parque situado en medio de la
opresiva ciudad al que, cada día, acudía Atanasio para disfrutar de
ese minúsculo y escondido oasis de paz donde, por no haber, no había
ni niños.
Al
llegar la tarde Atanasio tomaba un libro, su sombrero gris y su
bastón y, con aire circunspecto y paso sosegado, se dirigía al
pequeño jardín urbano que compartía con los pájaros, un par de
viejos que jugaban eternas partidas de ajedrez y una jovencita a la
que, según parecía, le resultaba la mar de romántico escribir su
diario entre árboles, flores y trinos de pájaros.
Si
alguien le preguntaba -cosa que raramente ocurría- Atanasio daba
inmediatamente su ensayada respuesta oficial, a saber, que iba a
pasar la tarde leyendo en el parque y mostraba el libro que llevaba
en la mano como justificante y prueba irrefutable que ese era,
efectivamente, su destino. La realidad, sin embargo, era otra bien
distinta: Atanasio acudía diariamente el minúsculo parquecito para
sentarse frente a la fuente.
Se
trataba de una pequeña fuente de piedra, sencilla, sin pretensiones
artísticas. Una fuente humilde cuyo único ornato eran tres pequeños
pájaros pétreos: uno en actitud de beber, otro levantando su pico
al cielo entonando un mudo canto y el último paralizado en un eterno
intento de alzar el vuelo.
Atanasio
se sentaba frente a la diminuta fontana y, dejando a su lado el libro
y su sombrero, observaba a la petrificada ave: sus alas extendidas,
su cuerpo en tensión, sus pequeñas patitas listas para liberarse de
la fuente, su inútil esfuerzo, en fin, por alcanzar las nubes pues
guardaba la secreta esperanza de que, algún día, lograra su
propósito.
Sabía
Atanasio que su esperanza era absurda y vana, que era del todo punto
imposible que un pájaro de piedra lograra alzar el vuelo, que su
actitud era casi ridícula, pero aquel pequeño pájaro de piedra se
había transformado para él en un símbolo de todo cuanto quiso en
la vida y no logró, de todo cuanto comenzó y no concluyó, de todas
aquellas veces en que debía haber luchado y se rindió. Por eso se
sentaba allí cada día, deseando y esperando contra toda lógica que
aquel pájaro volará bien alto y bien lejos.
El
último día de otoño, cuando Atanasio se disponía a pasar las
horas inmerso en su optimista observación, se percató con enorme
sorpresa de que aquel pájaro -su pájaro- había desaparecido.
Estaban, donde siempre y como siempre, el pequeño sediento y el
cantor silencioso pero el suyo, el que no cejaba en su intento de
alcanzar el cielo, ese no estaba en su lugar de siempre.
Atanasio
se sentó en su banco lleno de perplejidad, dando vueltas al misterio
sin dejar de mirar el lugar vacío que antes ocupara su diminuto
amigo y, al cabo de un rato, su rostro fue iluminándose con una
brillante sonrisa. Era evidente, pensó, que el pájaro había
logrado huir de su prisión pétrea y que ahora debía estar, por
fin, disfrutando de su libertad. Sí, eso era, sin duda. Y,
contento con la explicación que había encontrado, Atanasio, tomó
su sombrero, su libro y su bastón y, silbando una alegre melodía,
dejó atrás la fuente y el diminuto parque lleno de felicidad.
Alguien
le podría haber dicho que lo ocurrido era mucho más prosaico y
simple: unos vándalos se habían dedicado la noche anterior a
golpear la figura del ave hasta arrancarla de la fuente y los
empleados municipales la habían retirado aquella misma mañana.
Alguien podría haber contado a Atanasio que no se había producido
ningún milagro pero, tal vez, ese alguien viéndolo tan feliz,
prefiriera callarse y dejar que Atanasio siguiera creyendo en su
inverosímil historia...