viernes, 26 de noviembre de 2010

Nube

Este relato, en principio, lo hice pensando en un concurso pero se me ha quedado corto de extensión así que mejor lo dejo aquí, ya veré si se me ocurre algo más para el concurso ese :)


Sobre cada populosa ciudad, sobre cada pequeño pueblo, sobre cualquier lugar del planeta donde se reúna un cierto número de seres humanos flota una invisible nube de pensamientos, sentimientos y emociones. Y aquella ciudad, por supuesto, no era ninguna excepción.


Sobre ella nadaban densos nimbos de odio, oscuros cúmulos de tristeza, brillantes cirros de pura felicidad, grandes estratos de esperanza. Los pensamientos volaban como pájaros en el cielo azul. Los de la joven embarazada sobre su futuro hijo, los de los novios ilusionados en su próxima boda, los de unos niños planeando travesuras, la nostalgia de los ancianos,los del hombre que acaba de conseguir un nuevo empleo, la esperanza de los desesperados, los recuerdos de los melacónlicos, la felicidad de los bendecidos por la suerte, el dolor de los enfermos, la alegría de la vida, la pena de lo perdido...


Esta ciudad, como todas las ciudades, bullía de vida y la nube, como todas las nubes de todas las ciudades, brillaba con los mil colores de los miles de planes, ideas, esperanzas, reflexiones, decisiones y sentimientos que en ella se acumulaban engrosándola.


Aquella mañana de agosto, a las 8:15, una flecha plateada cruzó la nube. La muerte surgió de su vientre y cayó pesadamente rumbo a la ciudad borboteante de vida. Pocos segundos después la invisible nube de emociones, sentimientos y vida fue dispersada y sustituida por una brillante y ardiente nube blanca.


Luego, el silencio de la muerte y, un poco más allá, una negra nube de intenso dolor.


Aquel 6 de agosto, Hiroshima moría y sus asesinos, orgullosos y arrogantes, repitieron su hazaña tres días después en la ciudad de Nagasaki.


La vida volvió, como siempre vuelve, la invisible nube de emociones volvió a formarse, como siempre lo hace, pero desde aquel día lleva pegado a ella, como una sombría excrecencia, el blanco destello del día en que el mundo acabó, repentinamente, para muchos y cambió, definitivamente, para cientos más.







viernes, 19 de noviembre de 2010

La montaña


Desde hacía milenios, allí, justo allí, ni un metro más allá ni un metro más acá, se alzaba una inmensa montaña. La montaña más alta de aquel país, la montaña más fotografiada, visitada y escalada de todas las montañas fotografiadas, visitadas y escaladas de aquella nación.


Cierto día, al pie de aquella famosa montaña, se instalaron unos curiosos monjes de no se sabía qué exótico y lejano país. Unos monjes de esos que pasan horas meditando y haciendo cosas graciosas con un sonajero en la mano y otras cosas imposibles con sus cuerpos. Y la montaña, claro, siguió allí, justo donde siempre había estado. El único cambio que produjo la instalación del monasterio fue un ligero aumento en el número de turistas que ahora, aparte de la montaña, tenían el singular atractivo de los pacíficos monjes.


Los sonrientes monjes pasaban el día arando, limpiando, cuidando sus jardines, practicando sus acrobáticas luchas y siendo amables y hospitalarios con los turistas, escaladores, buscadores de experiencias espirituales y demás fauna que a ellos se aproximaba. Se pasaban el día de acá para allá, sin detenerse nunca, siempre atareados como pequeñas hormigas color zanahoria. Pero, poco antes del crepúsculo, todo se detenía en el monasterio; los monjes, emparejados y portando cada uno una vela entre sus manos, se dirigían en silencio hacia el exterior para reunirse al pie de la inmensa y hermosa montaña a orar y meditar durante varias horas, para placer de los turistas que no abandonaban el lugar hasta que, uno por uno, los monjes se levantaban y retornaban al monasterio.


Y así día tras día, mes tras mes, año tras año.


El día que nuestra historia ocurrió, los monjes se hallaban -como siempre- sumidos en sus rezos y meditaciones. Al poco de iniciar el ritual, la tierra comenzó a temblar suavemente y al sereno susurrar de las voces, se superpuso un sonido como el rumor de cien camiones en marcha. Los turistas se asustaron y muchos decidieron abandonar el lugar por si acaso, pero la mayoría prefirió quedarse donde estaba y ver qué ocurriría a continuación demostrando cuán poderoso es el poder que la curiosidad ejerce sobre los humanos.


Los monjes, por su parte, continuaron repitiendo sus mantras sin tan siquiera levantar los ojos para ver qué ocurría.


El rumor fue en aumento, el movimiento de la tierra también y la inmensa, hermosa e impresionante montaña, aquella montaña que llevaba allí, justamente allí, desde hacía milenios, comenzó a elevarse lentamente. Centímetro a centímetro la enorme mole se elevaba ante los atónitos ojos de los turistas y la impasibilidad de los monjes que continuaban inmersos en sus meditaciones.


La montaña subió aún más, el temblor de tierra hizo caer a muchos, un extraño viento recorrió los campos. Las túnicas de los monjes aletearon, las melenas de los turistas se alborotaron, la montaña comenzó a moverse un centímetro, un metro, cuatro metros, cien, doscientos... Y aquella inmensa elevación de tierra y rocas que siempre había estado allí, justo allí, ni un metro más acá ni un metro más allá, cambió de lugar. Donde antes había habido una montaña ahora había un llano y donde antes había un llano ahora había una inmensa montaña.


El día después de tan extraordinario suceso, los monjes recogieron sus pertenencias y abandonaron el monasterio rumbo a su lugar de origen a cobrar la apuesta que habían ganado a un monasterio rival. Habían tenido que venir a un lugar lejano y les había tomado años pero, finalmente, habían logrado mover una montaña tan sólo con la fe... y tenían muchos testigos para confirmarlo.


Claro que si le hubieran preguntado a la montaña los sonrientes y pacíficos monjes se habrían enterado que el movimiento de la imponente mole se debía, efectivamente, a sus cantos y oraciones pero no a su fe. La montaña, harta de soportar a diario el mismo sonsonete durante horas y horas, había decidido darse a la fuga. Afortunadamente para los felices monjes, las montañas no hablan aunque, cualquiera sabe, quizás con un poco de fe...





miércoles, 10 de noviembre de 2010

Identidad


Ernesto no le dio mucha importancia a la pérdida de un par de minutos al día. Luego pasaron a ser dos o tres horas diarias y empezó a preocuparse, pero no lo suficiente. Pasado un tiempo las pérdidas aumentaron a varios días y entonces quiso investigar por dónde y h acia dónde se le estaba escapando el tiempo. Cuando pasó a perder semanas, la preocupación se volvió terror. El día que descubrió que ese tiempo que él creía perder era vivido por otro, el terror se volvió rabia y frustración.


El otro”, como él lo llamó, había decidido escribir un diario y dejarlo donde Ernesto pudiera encontrarlo con la idea de que saber qué ocurría con su tiempo perdido le seriviría de consuelo. Pero el efecto que tuvo en Ernesto, siempre posesivo y celoso de lo suyo fue justamente el opuesto. Sin lugar a dudas la vida de “el otro” era mucho más intensa, interesante y feliz que la suya pero eso no justificaba el robo de su tiempo, pensó Ernesto. Esos minutos, días y años eran suyos y nadie tenía derecho a robárselos.



En el mismo diario que “el otro” le había dejado decidió conminarle a devolverle cada uno de los segundos de los que le había despojado.


“El otro”, por supuesto, hizo caso omiso a su petición.


De modo que Ernesto decidió acabar con esa historia de la única forma que podía. Tras leer en el diario la negativa del “otro” a devolverle lo que era suyo, Ernesto tomó una pistola, apuntó a la cabeza y disparó.


Días después el otro” despertó en el hospital con el cráneo vendado, una leve sonrisa y toda una vida por delante.

martes, 2 de noviembre de 2010

Dulce adolescencia


Odia su peso excesivo.


Odia sus ridículas gafas.


Odia su pelo fosco.


Odia su pálida cara.


Odia su vida triste y absurda.


Odia su timidez.


Odia ser ella y odia odiarse.


Odia y teme el instituto y a sus compañeros y a cualquier extraño que la mire más de dos segundos seguidos.


Anda siempre deprisa, la cabeza inclinada hacia el suelo, el cabello ocultando su rostro como un muro por donde intentar ver sin ser vista. La carpeta pegada a su pecho como un escudo. Los ojos fijos en el trozo de suelo que queda justo ante sus pies para no darse por enterada de quién pasa a su lado. Apenas levanta la cabeza lo necesario para echar un vistazo rápido a su a alrededor y evitar tropiezos o atropellos.


Odia andar así, odia esconderse pero aún odia más sus miradas, sus sonrisas condescendientes y, sobre todo, sus insultos. Gorda le dicen, hipopótamo, vaca, mira que eres fea, le dicen. Y a ella le gustaría ser capaz de encogerse hasta desaparecer, ser invisible, no existir y, por encima de todo, le gustaría no ser ella.


No quiere volver a verlos, ni a escucharlos, ni a sentirlos. No quiere más risas burlonas, ni más palabras hirientes, ni más silencios excluyentes, ni más condescendencia ni más lástima. Tiene el vaso colmado y no quiere más de esa vida. Pero no sabe salir de ella.



A veces sueña que, una mañana, mágicamente, despertará y todo será distinto. Será delgada y no usará gafas, y no será tímida y podrá andar con la cabeza bien alta y sin miedo a nada.


Otras veces sus sueños son más siniestros y sueña que algo -cualquier cosa- terrible y terrorífica acabará con todos quienes han sido crueles con ella.


Sueña, también que un día, comenzará a andar, con la vista fija sólo en los centímetros que quedan justo ante sus pies, y paso a paso, se irá alejando de su instituto, de su familia, de su ciudad. Será muy sencillo irse alejando, paso a paso, sin pensar ni a dónde irá ni cuando parará. Andará y andará y andará hasta perderlo todo de vista y sus ojos se alzarán y, en lugar de ver sólo el sucio suelo ante sus pies, podrá mirar el límpido cielo sobre su cabeza...


Y fantasea hasta que un empujón, una risa, una palabra despectiva, la devuelve a la realidad y, aferrándose con más fuerza a su carpeta, hunde la cabeza aún más, aprieta los dientes, reprime una lágrima y continúa su lento avance hacia el último pupitre de la clase.




Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...