jueves, 27 de mayo de 2010

Preguntas


¿Dónde?


El viejo, viejo capitán recorre el puerto lentamente.


Tap... tap... tap... cojea y renquea avanzando con esfuerzo por los muelles.



El viejo, viejo capitán otea el horizonte con su vieja, vieja mirada.



Tap... tap... tap... continua su lento avance por la dársena.



El viejo, viejo capitán se detiene frente a cada barco, lo observa con detenimiento, se frota su blanca barba, niega cabizbajo y retoma su camino preguntándose en susurros:

¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?


Tap... tap... tap... el golpeteo del bastón y el romper de olas acompañan al capitán en su exploración.



Una por una examina cada embarcación, las grandes, las pequeñas, las medianas... Los barcos pesqueros, los buques mercantes, las naves llenas de turistas... Y, tras mirarlos un rato, se frota la blanca cabeza, niega lentamente y continua hacia el próximo mientras se pregunta:



¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?


Ha perdido la cuenta de los días pasados, de los años vividos y de los puertos visitados. No podría decir a cuántos marineros ha preguntado ni en cuántos barcos ha navegado. A estas alturas de su vida todo se ha vuelto nebuloso y confuso.



Tan sólo una cosa refulge claramente en su mente:


¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?


El viejo, viejo capitán se sienta a descansar sobre un oxidado noray, sus huesos ya no soportan la humedad y el frío como antes. Sin darse cuenta los años se le han ido en esta búsqueda, la piel se le ha arrugado, los ojos se le han ido apagando, la esperanza se ha ido diluyendo, la vida se le escapa.


Pese a todo el viejo, viejo capitán continua buscando y preguntando:


¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?


¿Dónde atraqué mi barco, dónde?


¿Dónde dejé a mi tripulación, dónde?



¿En qué puerto los perdí?


¿En qué mar, en qué país?


¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?



¿Por qué?


No sé por qué me pregunta cuándo comenzó todo, a mí no me interesa el cuándo.


Yo ya sé cuándo.


Lo que ahora quiero saber es por qué. ¿Podrá usted responderme a eso?


Pero si tanto interés tiene en el cuando, se lo diré: todo comenzó hace un par de semanas.


Una mañana de domingo, más concretamente.


Era una mañana -aparentemente- normal.


El despertador sonó como siempre.


Lo apagué de un manotazo como siempre.


Me levanté de la cama por el lado derecho como siempre.


Me dirigí al baño dando tumbos como siempre.


Eliminé la orina acumulada durante la noche como siempre.


Me asomé al espejo para darme el primer vistazo del día como siempre.


... Y entonces fue cuando descubrí que algo no era como siempre.


En ese momento pensé qué era producto de mi resaca y, aunque extrañado, decidí no darle importancia.


Así que me duché como siempre.


Luego volví ante el espejo dispuesto a afeitarme como siempre.


... Y entonces comprendí que ya nada iba a ser como siempre y comencé a preocuparme de verdad.


El resto ya lo sabe.


Acudí a médicos de todo tipo en busca de ayuda.


Acudí a brujos, curanderos, gurús, sacerdotes...


Busqué y probé soluciones de lo más disparatado.


Pero eso se acabó. Ya no busco una solución. Ahora busco una explicación a todo esto.



De modo que no entiendo su pregunta sobre el cuándo si lo que yo quiero es saber por qué.


¿Puede usted explicármelo?


Ya ve que queda bien poco de mí, apenas la insinuación de una sombra.


Mi único deseo antes de desvanecerme para siempre es saber por qué.


¿Puede usted decirme por qué estoy desapareciendo?




martes, 18 de mayo de 2010

Supervivencia

En la planta más alta de la más alta torre del Castillo situado en la cima más alta de la más alta montaña del reino, dormía una hermosa princesa. Cientos de años habían transcurrido desde que una malvada bruja condenara a la joven al sueño mágico del que sólo despertará cuando un valeroso príncipe deposite en sus rosados labios su primer beso de amor.


Rodeaba el castillo un oneroso, oscuro y profundo bosque cuyos gigantescos árboles habían sido, en aquel lejano tiempo en que la dulce doncella aún hacía resonar su cantarina risa por las cámaras del Castillo, un poderoso ejército de diez mil fieros guerreros que habían jurado proteger y custodiar con celo a su princesa. Tan grande era su lealtad que se negaron a abandonarla aún cuando cayó víctima del hechizo. Entonces, la pérfida bruja decidió usar tanta fidelidad en su beneficio y transformó a los diez mil soldados en diez mil enormes árboles que estorbaran el paso a cualquier príncipe que pretendiera llegar hasta el Castillo. Ocupaban estos árboles casi cada palmo de suelo, dejando apenas espacio entre ellos para que crecieran espinos o circularan terroríficas bestias. Quien quisiera llegar hasta la torre debía ser verdaderamente muy audaz para afrontar los pavorosos peligros que se ocultaban en la tenebrosa espesura.


Por fin, más allá del bosque, se extendía una bella y amable villa, único resto del antaño extenso y poderoso reino. Eran sus habitantes sumamente cordiales y hospitalarios en extremo con los escasos visitantes que hasta ellos llegaban. Con amplias sonrisas y simpatía arrebatadora, los vecinos ofrecían al cansado forastero cama caliente, deliciosa comida, exquisito vino y agradable conversación. Se mostraban educadamente interesados por el mundo exterior y por el motivo que traía al viajero a un lugar tan apartado y, a su vez, saciaban la curiosidad del extraño sobre la historia de la ciudad y del Castillo.


El grueso mayor de visitantes lo formaban vendedores y artistas ambulantes que, conocedores del aislamiento en que la villa vivía, dirigían sus pasos hacia allí pensando en las grandes ganancias que podían obtener y que obtenían con creces, pues los lugareños acudían en tropel a la compra de aquello que no podían producir ellos mismos o en busca de una inocente diversión que les sacara de la rutina diaria. Tanto los unos como los otros eran bien recibidos y abandonaban el lugar contentos y con pingües beneficios.


Otro grupo de forasteros, menos abundante, era el formado por viajeros que se dirigían a otros lugares y que extraviaban el camino ya fuera por desconocimiento de los caminos o porque alguna niebla o tormenta inoportuna les hacía perder el rumbo. Cuando llegaba al pueblo alguno de estos, era recibido con calidez y amabilidad, se le ofrecía la mejor comida, la cama más mullida, amena conversación y, finalmente, se les mostraba cómo recuperar su camino ofreciéndose algún vecino a hacerle compañía durante todo el tiempo que fuese necesario.


Nadie, en fin, salía descontento de la pequeña villa al pie del hermoso Castillo donde dormía la bella princesa.


El último grupo de visitantes y el menos numeroso era el formado por los príncipes que se consideraban lo suficientemente osados como para enfrentarse a los peligros que pudiera conllevar despertar a la durmiente doncella. Llegaban a cuenta gotas, de año en año, de lustro en lustro o de década en década. Príncipes azules, príncipes encantadores, príncipes valientes y hasta príncipes-rana. Príncipes rubios, morenos, pelirrojos, altos, bajos, gordos, delgados, feos, guapos, listos, tontos, bravucones, románticos, idealistas, prácticos, ascéticos, lujuriosos... Príncipes de todo tipo y procedencia con una sola cosa en común: todos se creían los elegidos para salvar a la princesa y hacerse con la corona de un reino que, en realidad, ya no era casi nada.


Daba igual la apariencia, el carácter o la cuna del príncipe, si con cualquier visitante la hospitalidad era exquisita, con los jóvenes aspirantes la misma era llevada a sus cotas más altas. El recibimiento era digno del más grande héroe. Hombres y mujeres salían a las calles o se asomaban a balcones y ventanas para vitorear al joven aspirante que, con sorpresa y deleite, recorría la villa sintiéndose ya vencedor y rey. Durante varios días se hacían fiestas, se celebraban pantagruélicos banquetes donde el vino corría en abundancia y las jóvenes olvidaban el pudor ante una sonrisa del príncipe. El pueblo, en fin, se rendía a los pies del valiente que venía a salvar a su dulce y dormida princesa. El príncipe, por su parte, pasaba esos siete días de celebraciones ahíto de comida y borracho de vino y de una gloria aún no ganada.


Al amanecer del octavo día, el príncipe aspirante solía poner rumbo al Castillo. Todos los habitantes de la villa le acompañaba, en alborozada comitiva, hasta la misma linde del bosque donde le despedían entre vítores y efusivas muestras de afecto. Acompañado sólo por un pequeño grupo de jóvenes guías, el príncipe entraba, finalmente, en la tenebrosa espesura.



Mientras se adentraban entre los árboles continuaban las bromas y los cantos, durante un tiempo al príncipe no le molestaban ni los espinos que se enganchaban en sus ropas, ni las ramas de los árboles que parecían querer sujetarle ni la oscuridad que, a cada paso, se volvía más y más opresiva. El príncipe, los príncipes -cualquiera de ellos- seguían a sus guías adentrándose cada vez más en el bosque; medio aturdidos de vino y sueño no solían percatarse del momento en que ellos -sus guías- desaparecían.


Sólo tras un rato de silencio se daban cuenta de su soledad.


O de su supuesta soledad porque no tardaban los príncipes -cualquiera de ellos- en sentir apagados susurros, sigilosas pisadas, agitadas respiraciones, murmullo de hojas, crujir de ramas. Del norte y del sur, del este y del oeste, comenzaban a llegar monstruosas bestias de dientes afilados y zarpas terroríficas, temibles engendros salidos de oscuras pesadillas. Algunos intentaban luchar, otros intentaban huir, algún otro quedaba paralizado por el miedo y otros más se volvían locos de pavor y suplicaban piedad no sabían bien a qué. Pero de nada valían luchas, huidas, súplicas o rezos, los aterradores engendros siempre acababan por dar muerte a los príncipes -cualquiera de ellos- y a sus sueños de gloria, fama y poder.



En la linde del bosque, los ciudadanos de la villa aguardaban en silencio a que todo concluyera. Luego, una vez apagado el último y desgarrador grito, se ponían en pie y, dando media vuelta, retornaban a su casas, silenciosos y meditabundos.


No era una tarea agradable para ellos pero era necesaria.


No podían permitir que un príncipe -cualquiera de ellos- llegara hasta la hermosa y dormida doncella porque, si eso llegaba a ocurrir, la villa y sus habitantes desaparecerían, ya que ambos -villa y villanos- habían nacido de los sueños de su princesa y, si ella dejaba de soñar, ambos -villa y villanos- morirían con sus sueños.


No, no era una tarea agradable esta de matar príncipes pero era necesaria.


Por eso volvían en silencio y pesarosos a sus casas y, por eso, allá, en la planta más alta de la más alta torre del Castillo situado en la cima más alta de la más alta montaña del reino, la dulce princesa fruncía su níveo ceño y se estremecía levemente para luego continuar soñando con la vida en una hermosa y alegre villa.







domingo, 9 de mayo de 2010

Fuente de inspiración

Admiraba a aquel escritor. Admiraba la facilidad con que creaba. Admiraba la habilidad con la que tallaba las historias. Admiraba la forma en que las palabras parecían hacer lo que él quisiera, contar lo que él quisiera, mostrar lo que él quisiera.


Adoraba a aquel novelista y adoraba su maravillosa mente. Adoraba sus novelas. Adoraba sus cuentos. Adoraba sus artículos y hasta sus frases más cortas.


Tenía todos sus libros y había aguantado horas de larguísimas colas para conseguir su firma en cada uno de ellos. Compraba los periódicos y revistas donde publicaba algún artículo, los recortaba con cuidado, los pegaba en un gran album y los leía y releía tantísimas veces que era capaz de recitarlos de memoria sin equivocarse ni en un punto ni en una coma.


Conservaba, también, todas sus entrevistas.


No se perdía ni una sola de sus intervenciones televisivas o radiofónicas.


Era, sin duda, el mayor admirador de aquel maravilloso novelista, de aquel gran poeta, de ese cerebro lleno de genialidad e inventiva. Lo sabía casi todo sobre su vida, sus aficiones, sus gustos y disgustos, sus manías, sus esperanzas y desesperanzas, sus fuentes de inspiración, sus libros preferidos, sus películas favoritas, sus comidas predilectas... Lo conocía casi todo sobre su familia, sus amigos, sus enemigos, sus frustraciones, sus ilusiones.


Sí, sabía más que nadie sobre ese autor pero aún necesitaba saber más, lo más importante, lo que ni tan siquiera el escritor conocía de sí mismo: de dónde procedían esas prodigiosas historias, de dónde salían esos maravillosos personajes, de dónde surgía esa inagotable de palabras, frases y hermosas imágenes, cómo funcionaba esa fantástica fábrica de mundos.


Eso era lo que aún no sabía. Eso era lo que quería saber. Eso era lo que estaba a punto de conocer.


En unos minutos tendría acceso a todos esos secretos.


Únicamente necesitaba tener un poco más de paciencia.


Sólo debía atarlo a la mesa, inmovilizar esa grandiosa cabeza, serrar su cráneo y acceder a su extraordinario cerebro.


En unos instantes tendría ante sus ojos el asombroso lugar del que procedían las maravillas que había admirado y disfrutado durante tantos años.




lunes, 3 de mayo de 2010

Vida

Tengo una vida pequeña, una vida sin importancia, una vida poco interesante, una vida, vaya, como de andar por casa.


Tengo una vida normal y sin grandes emociones, ni grandes lamentaciones, sin glamour, sin aventura, sin brillo y sin desaforadas pasiones.


Tengo una vida corriente, ordinaria, del montón, una vida en vaqueros y zapatillas, sin maquillaje pero llena de color.


Tengo un amor cotidiano, un amor de diario, de los de manta y televisión, sin misterios ni arrebatos, ni mariposas, ni suspiros, ni sobresaltos. Un amor casi en pijama, de pelos alborotados, de “me gustas hasta desaliñada”, de abrazos por la mañana, de besos en cualquier lado, de “no olvides bajar la basura”, del “qué comemos mañana”, de ir siempre de la mano o cogidos de la cintura, de secretos y complicidades varias. Un amor de cada día, sin grandes pretensiones.


No es un amor de película pero a mí, ya me vale.


Tengo una vida normal y me gusta que así sea. Para otros dejo el glamour, las grandes ambiciones, las agotadoras pasiones, las aventuras sin fin, las enormes aspiraciones, yo me quedo con mi vida cotidiana, con el despertar a mi hija a base de besos y abrazos, con su voz diciéndome “eres la mejor mamá del universo y la más guapa de la galaxia”; me quedo con sus historias sobre “puertas misteriosas que llevan a otras dimensiones”, “monstruos en el pasillo”, “peluches protectores”, “goznis come vísceras” y muñecas y princesas y hadas y muchísimas más cosas...


No es una vida extraordinaria pero a mí, ya me vale.


Tengo una vida en zapatillas y un amor en pijama. Tengo una vida normal, un amor cotidiano, una familia pequeña y un futuro que ya se verá, tampoco vamos a preocuparnos.


Tengo una vida de lo más corriente y moliente, una vida de andar por casa, sin grandes pretensiones.


Disfruto de cada día.


Soy feliz.


Para mí, ya es suficiente.







Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...